La estación del metro Hidalgo estaba al tope, creo que a las 7:00 a.m. todo el mundo quiere llegar a su destino y vivir el día lo mejor posible. Entre empellones y jalones subí al gran monstruo anaranjado y me senté al lado de un señor que despedía un penetrante olor a tabaco, me pregunté si a tan temprana hora el tipo podría fumar, y sentí náuseas de pensarlo, no, no es que yo no disfrute de un cigarro en una buena charla y un café o después de aquél prodigioso acto sexual, pero a las 7:a.m. no, eso es verdad.
El metro es un recuento diario de nuestras vidas, entramos en él sin pensar en las historias que en su interior traslada, pero sólo basta ver cada uno de los rostros de nuestros acompañantes obligados. Ya recorridos Juárez, Balderas y Niños Héroes, percibo al final del vagón a una pareja que empalaga con sus apapachos, él desliza su mano por su rostro y ella lo contempla como a la imagen religiosa a la que es más devota, será que tienen poco de novios o cupido ha prolongado la existencia del ambiguo amor, creo que ha de ser interesante capturar el sentido efímero del sentimiento torturador, ¿se venderá en el centro de la ciudad o se adherirá a uno con las esencias mágicas que anuncian por la tele?...no lo sé.
Un sobresalto causa el que nuestro sistema colectivo de transporte se detenga a media ruta, en el subterráneo; por inercia todos comienzan a inquietarse, miran su reloj, se alistan la corbata, y una que otra toma el espejo de su bolso para arreglar el labial, son segundos, pero tales, son eternos.
Llegando a División del Norte se sube un joven acompañado de una guitarra, de pantalón deslavado y camisa a cuadros, tiene ojos lindos, su cabello largo y una boca muy rica, me río de pensar en lo que pensé y volteo mi cara para no ser sorprendida, luego, los acordes musicales inundan a los pasajeros, y ese vagón se convierte por momentos en un recinto íntimo en el que cada quien traslada a su vivencia la melodía: “La recuerdo así, como la luz del día que deslumbra en el umbral...”, y como hechizo mágico despertamos al oír la invitación.
–Gracias, gracias, con lo que usted guste cooperar, gracias, gracias-.
El sonido de las moneditas me hizo reaccionar y tomé de mi bolso de mezclilla mi cartera y saqué de él una moneda de $5.00 que deposité en su mano, él sonrió levemente, y esos, sus ojos lindos me miraron fijamente. Tal vez le sorprendió la moneda, acostumbrado a las de $1.00, o quizá, y eso es lo que realmente deseo, es que le haya causado buena impresión. Él bajó en Zapata y el metro siguió su camino.
En el trayecto a la otra estación recordé a mi profesor de arte, un exiliado cubano, que añora su isla y sus mojitos, pensé en él porque en esa mañana en unos cuantos minutos había recorrido igual que el metro existencias ajenas a mí, que no impedían la marcha, por el contrario me mostraba el placer de perderme en ellas, y eso es para él “sensibilizarnos”, encontrar en el arte las vidas de otros andan a nuestro lado y nos marcan para siempre.
El metro se detuvo, me levanto y salgo de él como una partícula más del aire, Coyoacán mi última estación y el principio de otro día más.
El metro es un recuento diario de nuestras vidas, entramos en él sin pensar en las historias que en su interior traslada, pero sólo basta ver cada uno de los rostros de nuestros acompañantes obligados. Ya recorridos Juárez, Balderas y Niños Héroes, percibo al final del vagón a una pareja que empalaga con sus apapachos, él desliza su mano por su rostro y ella lo contempla como a la imagen religiosa a la que es más devota, será que tienen poco de novios o cupido ha prolongado la existencia del ambiguo amor, creo que ha de ser interesante capturar el sentido efímero del sentimiento torturador, ¿se venderá en el centro de la ciudad o se adherirá a uno con las esencias mágicas que anuncian por la tele?...no lo sé.
Un sobresalto causa el que nuestro sistema colectivo de transporte se detenga a media ruta, en el subterráneo; por inercia todos comienzan a inquietarse, miran su reloj, se alistan la corbata, y una que otra toma el espejo de su bolso para arreglar el labial, son segundos, pero tales, son eternos.
Llegando a División del Norte se sube un joven acompañado de una guitarra, de pantalón deslavado y camisa a cuadros, tiene ojos lindos, su cabello largo y una boca muy rica, me río de pensar en lo que pensé y volteo mi cara para no ser sorprendida, luego, los acordes musicales inundan a los pasajeros, y ese vagón se convierte por momentos en un recinto íntimo en el que cada quien traslada a su vivencia la melodía: “La recuerdo así, como la luz del día que deslumbra en el umbral...”, y como hechizo mágico despertamos al oír la invitación.
–Gracias, gracias, con lo que usted guste cooperar, gracias, gracias-.
El sonido de las moneditas me hizo reaccionar y tomé de mi bolso de mezclilla mi cartera y saqué de él una moneda de $5.00 que deposité en su mano, él sonrió levemente, y esos, sus ojos lindos me miraron fijamente. Tal vez le sorprendió la moneda, acostumbrado a las de $1.00, o quizá, y eso es lo que realmente deseo, es que le haya causado buena impresión. Él bajó en Zapata y el metro siguió su camino.
En el trayecto a la otra estación recordé a mi profesor de arte, un exiliado cubano, que añora su isla y sus mojitos, pensé en él porque en esa mañana en unos cuantos minutos había recorrido igual que el metro existencias ajenas a mí, que no impedían la marcha, por el contrario me mostraba el placer de perderme en ellas, y eso es para él “sensibilizarnos”, encontrar en el arte las vidas de otros andan a nuestro lado y nos marcan para siempre.
El metro se detuvo, me levanto y salgo de él como una partícula más del aire, Coyoacán mi última estación y el principio de otro día más.
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