martes, 19 de febrero de 2008

Un poco de mi...


Mi nombre es Blanca Estela, nací en la antiguamente llamada “Región más transparente” un 5 de enero de 1973. Cuando llegué al mundo y mi primer llanto llenó mis pulmones de oxígeno, mis padres se dieron cuenta de que era una niña de piel clara y blanca; tanto que decidieron llamarme así, Blanca, como la espuma del mar. Además reconocieron que sería tan hablantina como mi abuela paterna y por ello me pusieron un segundo nombre Estela. Creo que mi nombre es muy largo y aunque no me desagrada, acepto que en todos los lugares (incluso en mi hogar) sólo me nombran con el primero.

Crecí al interior de una familia conformada por regiomontanos y guerrerenses, lo cual siempre me dio dos visiones de las formas de llevar a cabo las cosas. El norte y el sur. Dos polos tan contradictorios y a la vez tan cercanos. El cabrito y el pozole se degustaban en un hogar en donde se escuchaban los Alegres de Terán y el Acapulco Tropical conjuntamente.

Toda la vida creí que viviría para siempre en esa ciudad maravillosa, en la que el smog, los claxons y los vendedores ambulantes pululaban entre los transeúntes. Pero como todo lo que nace muere, el amor que mis padres algún día se profesaron ante un altar se terminó y mi madre huyó a su terruño suriano, quizá anhelando reencontrar su pasado feliz o a algún novio de juventud para rehacer su vida. Nunca indagué.

Sólo sé que llegué al maravilloso y tan publicitado Puerto de Acapulco. Siempre deseé vivir ahí, imaginaba que todos los días iría a la playa y pasearía por la costera. Pero, ohh! desilusión, entendí que ese “Acapulco” era únicamente para turistas, y yo ya no era una de ellos. Por el contrario pasaba a formar parte de aquellos que se agobiaban con las altas temperaturas, los camiones destartalados y el lenguaje que se come la S.
Siempre fui una joven que se interesaba por la cultura y procuraba embeberme en todos los eventos que surgieran en el Fuerte de San Diego, El Centro de Convenciones o la Biblioteca Central. Claro está, sin dejar de lado la bohemia y la parranda con mis grandes amigos de Preparatoria. Ahora sé que fue una de las etapas más entrañables.

Para hacer mi instrucción superior me dirigí a la ciudad Capital del estado de Guerrero: Chilpancingo. Cuando bajé del autobús cargada de sueños, respiré profundamente porque sabía que esta ciudad me guardaría por varios años. Y así fue. Ingresé a la Escuela de Comunicación de la UAG. Me gustaba mucho esa carrera, comencé a escribir en periódicos y a hacer programas de radio (acerca de los Beatles); todo iba viento en popa, pero un virus me contagió: El amor, penetró en mis poros, en el alma y en el cerebro. Sí, ya sé, la oxitocina es la que segrega la esencia del amor; pero yo en ese momento pensaba que cientos de campanas sonaban cada vez que veía a ese joven deportista y estudiante de la misma disciplina que yo. Y me casé. Más a fuerza que queriendo. Y es que en realidad por mi mente no pasó que tuviera que llevar a cabo un ritual para estar con el hombre que amaba, pero como mi madre era ( y sigue siendo de cierto modo) una chilapeña católica recalcitrante no aceptaba que viviera en unión libre, negociamos que lo haría sólo por lo civil. Esto de las leyes también abruma no?. Pero ni modo. Me casé un 20 de junio de 1993 con un hombre inteligente que ha entendido el proceso de ser mujer independiente y colaboradora de esta sociedad que ha hecho a un lado la visión de género. De esa unión nació un niño que no sé si afortunada o desafortunadamente se parece mucho a mí, y no físicamente, sino en el carácter y en los gustos. No sé si aplaudir o no.

Después de casada entendí que los libros seguían tocando a mi puerta e ingresé a la UAFyL para estudiar Literatura. Profesión que amo y a la cual le debo momentos de angustia, pasión, desprecio, tristeza o alegría. En ella he cobijado mis sueños y esperanzas entendiendo que otros en algún momento sintieron o pensaron como yo.

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